El concepto de obsolescencia programada fue
formulado en Estados Unidos en la década de 1930, durante la etapa Gran
Depresión. Fue formulada como un mecanismo para impulsar el consumo y así salir
de esa crisis económica.
Pero ya unos años antes, en 1924, un grupo de
empresas eléctricas, incluidas Phillips y General Electric, llegaron a un
acuerdo para limitar la duración de las bombillas de filamentos a unas 1.000
horas, en vez de las 1.200 que ya les permitía la tecnología de entonces.
En la actualidad, la obsolescencia programada
llega a todos los ámbitos. Más evidencias: hace un siglo las medias de nylon
les duraban a las mujeres toda la vida, ahora unas pocas semanas. Los coches
duraban hace cinco décadas el doble que ahora.
Un estudio realizado hace unos años por el Centro
Europeo del Consumidor incluía varios ejemplos. Mientras que los antiguos
televisores de tubos catódicos podían durar hasta 15 años, los actuales no
pasan de 10. El 80% de las lavadoras incorporan cubetas de plástico, fácilmente
rompible, en vez de acero inoxidable. A los 2.500 lavados se estropean. Su
duración media es de 10 años. Las de los teléfonos móviles 20 meses.
El Parlamento Europeo, en su informe, también ha
hecho referencia al software, que en ocasiones también deja de funcionar
después de un tiempo y hay que comprar e instalar la nueva versión. Asimismo, en Nebraska, en Estados Unidos,
muchos granjeros han protestado por los fallos del software de sus tractores,
que les obligan a realizar cambios de piezas en talleres certificados, a menudo
ubicados a varias horas de sus granjas. Muchos han empezado a hackear sus
vehículos para hacerlos funcionar.
Por otra parte, en el entorno europeo, Francia ha
sido pionero en aprobar una ley que castigaba la obsolescencia programada. El
castigo puede llegar a los 300.000 euros de multa y los dos años de prisión.
Pero aunque la ley fue aprobada en 2014, la primera denuncia se produjo en
septiembre pasado, cuando una asociación de consumidores acusó a varias marcas
de impresoras de reducir deliberadamente la vida útil de éstas y de los
cartuchos.
Y es que no es fácil demostrar estos defectos
intencionados. Los fabricantes los niegan, pero lo cierto es que nuestras
compras Se estropean antes que hace unas décadas, pese a los avances técnicos.
Además, una vez estropeadas, es casi imposible repararlas. Tornillos de
seguridad que sólo sirven para cerrar y no para abrir, inexistencia de baterías
de recambio, aparatos imposibles de desmontar sin inutilizarlos… Y no sólo es
el viejo mantra de “cuesta menos comprar uno nuevo que repararlo”. Es que ya ni
siquiera existe esta segunda opción.
Es cierto que ahora muchos aparatos son más
asequibles que hace unos años y que en algunos casos, esa menor calidad es
consecuencia algunas veces del afán por reducir costes y, por tanto, precios.
También lo es que, en un modelo económico como el actual, basado en el consumo
desaforado, muchos puestos de empleo dependen de la continua renovación de los
bienes de consumo.
Pero no es sólo una cuestión de derechos del
consumidor. Se trata también de un problema que afecta, y mucho, al deteriorado
medio ambiente. Cada año se producen millones de toneladas de desechos con
productos que han dejado de funcionar. Algunos de ellos, además, contienen
residuos de materiales contaminantes.
La ONU estima que sólo la industria tecnológica
genera 41 millones de toneladas de residuos cada año. Muchos de estos residuos sólidos
electrónicos acaba en países del tercer mundo para su procesamiento, que se
lleva a cabo sin las debidas garantías medioambientales y laborales.
Entre las propuestas del Parlamento Europeo están
las de un sistema de etiquetado donde se indica la garantía de caducidad de los
productos, incentiva las reparaciones y las ventas de segunda mano (se estima
que con un crecimiento de 1% en los sectores de mantenimiento y reparación
arrojaría un beneficio de 6.300 millones de euros), la obligatoriedad de ofrecer
piezas de repuesto y la posibilidad de acudir a un reparador independiente y de
intercambiar las partes esenciales del producto, como las baterías y pantallas
de los móviles.
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